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MADRE

Publicado: 2014-05-11
Madre, los mimos no son para afeminados, no me avergüenza rozar espasmódicamente mi nariz en tu frente como lo hacía cuando era más pequeño, ahora me es más fácil porque te supero en estatura; lo sé, sigo siendo para ti el meloso de siempre, seguro con la libertad que provee la privacidad de estar en casa, contigo. Madre, es tan grato sentir que te alegra soportar mis casi extintas extravagancias, al despedirme o al saludarte, adrede, con saludable intención para que colorees el aire con esa frase tan tuya: “cada vez estás más loco”. Madre, así los días sean puntapiés en la entrepierna sé que todo vuelve a la normalidad estando bajo tu mismo techo, mi reino está en tu casa, en esos espacios que rezuman pasado y están saturados de serenidad, reposo y silencio. Madre, no me colma contemplarte, siempre me cercioro que estás aquí, tan frágil y abrazable; tu luminiscencia me empuja al gesto –de esos que exclusivamente tengo para hacerte saber que me importas– de abrazarte hasta asfixiarte un poco mientras devuelves el brillo a esa vajilla del día a día, tu sonrisa se refleja en el cuerno del grifo, mientras el agua cae y canta. Madre, mirar tu cabello plateado hace que me sienta yo mismo, confirmar que las canas que se asoman en esta cabeza de turco que tengo tienen el mismo lugar también en tu cabecita; me atrevo a decir a esta alturas de mi existencia que en algo, a Dios gracias, me perezco a ti, permíteme esa licencia, eso me hace tan importante, tan real y tan imprescindible. Madre hay días en que despierto urgenciado porque el sol ya es una presencia en mi habitación, busco automáticamente medias plomas, del color del uniforme del colegio, y al darme cuenta, río melancólicamente porque aun creo que llegaré tarde al colegio y tú te molestaras un poco; ya sentado, consciente de que miserablemente vivo ese momento y no el que me despertó, me rastrillo con la mano el cabello para cerciorarme una vez más que éste se cae a pedazos, deslizo los dedos y recuerdo, madre recuerdo, verte frágil, pero segura, con depurado y legendario esmero, preparando ese licuado de frutas para el desayuno mientras ojeabas el burbujeo de esa pequeña olla donde sancochabas los huevos para la lonchera; luego llevabas a tu pequeño, de la mano, siempre bendita y de la mano, al jardín; pasado medio día ibas por él, y lo regresabas, sano y salvo, también de la mano, de la manita, bendita mano, apretándosela un poco más para que no se le escapen los colores coleópteros de temperas, crayones y tizas que había capturado. Tus manos siguen siendo benditas, ahora con sus pequitas y con sus tersuras en cada pliegue que te ha generado lavar mi ropa y la de padre, claro, algo bronceadas por ese sol jijuna que te las acariciaba mientras tendías en el cordel los trapos de tus guaguas. Esa mano firme para hacerme diferenciar lo que está bien de lo que no (ética la llaman muchos naturales), esa mano firme que me ayudaba, como si de aprender a montar bicicleta se tratara, a hacer que mis líneas del abecedario sean más legibles, menos mías pero más tuyas, no me importaba. Ver tus manos, ahora madre, hace que en mi pecho retumbe un bullicio propio de un pasacalle invisible. Madre, tu complicidad y silencio hizo que me rindiera a tus pedidos para ir muy de mañana a comprar los bollitos recién horneados de la panadería del barrio, temores tontos de esa edad, temeroso de que me desacredites delante mis amigos, miedo a que les cuentes que después de llegar a casa, de madrugada obviamente, desgreñado, con alcohol en las venas, macerado en tabaco, luego de una tertulia con ellos, hartos de escuchar rock pesado y embriagarnos, después de creernos malditos y eternos, llegue a mi habitación para sentarme, como el perrito de la RCA Victor, frente al embudo del parlante de mi toca cassettes para escuchar, una y otra vez, el “Peace Train” del Gato Stevens; ahora entiendo porque delación es una mala palabra para ustedes, así sus pequeños sean lo que sean o lo que fueren, contra todo y todos, sus hijos siempre serán lo que ustedes creen que son. Madre te veo en cada madre que espera por los suyos a la salida del colegio, del dentista, del terrapuerto, de los juegos en los centros comerciales, del local de inscripción para postular a la universidad, verlas hace que por un instante crea un poco en la humanidad. Madre, sé que ustedes saben de verdaderos amores y no espejismos en los que se pierden muchos. Pinita, no se me ocurre nada que ofrendarte este segundo domingo de mayo, día signado para que todo el mundo tenga un pretexto de festejarse, quizá ese día un abrazarte con yapa o sentarme contigo para conversar unos minutos extras; me bastaría que me dejes contemplarte para dibujarte y si gustas para responderte por qué escribo este texto de corrido, sin puntos aparte, sin fatigas: así es el te quiero que te profeso, un cariño que evita largas pausas, escapándome de la fragmentación, continuo como ese cordel que me devuelve a los laberintos para enfrentarme con esa bestia que es el silencio, para matarla o para que me mate, y sabes que incluso en ese último momento te seguiré pensando; nuevamente tu voz madre: “cada vez estás más loco”.

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